martes, 13 de julio de 2010

11-Tarde de flores

Era verano, pero el calor que sentían nacía de adentro y no del sol que bañaba la tarde.

Hacía tiempo ya que él ansiaba hacerlo y se lo dijo:

- Si supiera tatuar te dejaría mi marca en la piel.
- ¿Qué me harías? - Preguntó ella. Y había mucho más detrás de la pregunta. No era sólo curiosidad, era adocilidad, sumisión a todos sus deseos.
- Te pintaría el hombro y la espalda. - dijo él- te llenaría de flores. Tu piel es ideal, tenés un color perfecto, que invita a dibujar.
- Sabés dibujar. Aunque no puedas dejarme una marca permanente, podrías dibujarme tus flores.- dijo ella. Y él no dudó.

Bajaron a buscar un kiosco. Compraron fibras de colores y forros. Fueron prácticos. Vino no compraron, una botella de Norton reposaba desde temprano en la heladera.

Volvieron al departamento y se acomodaron en la cocina, atelier ideal porque sus amplias ventanas la inundaban de luz.

Ella se sacó la remera y se sentó a caballo sobre una silla cruzando los brazos sobre el respaldo. Juntó su pelo largo sobre la cabeza para que no estorbara. El corpiño entorpecía el lienzo, él se lo sacó y lo dejó caer al piso. Ella sonreía, los ojos cerrados, mientras él bosquejaba su diseño.

El trazo de los marcadores era hipnótico. El trabajaba concentrado en su arte y ella gozaba al sentir la respiración del hombre sobre su hombro descubierto, la suave presión de esos dedos en su cuerpo.

El se tomó su tiempo para crear el boceto. En la vida, como en el sexo, le gustaba ser quien pusiera los límites y también era un gran perfeccionista. Empezó a pintar la piel de ella muy despacio, pero de la misma forma en que se deleitaba al cogerla: con total seguridad y firmeza. Sabía exactamente lo que quería.

Entre trazo y trazo, hacía una breve pausa para mirar la como las líneas tomaban forma y bebía vino de una copa de cristal de tallo alto. Ella tenía sed, pero de otra clase. Y hambre. Un hambre que nacía del deseo de ser poseída por ese artista la invadía desde lo profundo de las entrañas.

Sabía que cuando él terminara iba a poseerla de la forma más ruda posible, que la iba a montar como a él le gustaba, sometiéndola. No sólo para poder dominar y contener los movimientos de sus caderas y ser quien impusiera el ritmo, sino también para poder contemplar su creación.

A medida que sentía más y más cerca el momento sus latidos se desbocaban. El gozo de ella se hacía agua entre las piernas.

Para cuando él anunció que la obra estaba concluída ella estaba al borde del abismo, se paró sobre insegura sobre sus piernas y se aferró a él. Lo besó con pasión y le dijo:

- Gracias.

El sonrió, sostuvo su cintura y acercó la copa de vino a los labios de ella para que bebiera, diciendo:

- Todavía no. Esperá a verlo.

Fueron juntos al baño. El sostuvo un espejo de mano para que ella, de espaldas a la luna principal del tocador, pudiera ver la cascada de flores y hojas que se adueñaban de su hombro, subiendo por su cuello y bajando por la curva de su espalda.

Había pimpollos, capullos y corolas de todos los colores. Habiía también abundancia de hojas grandes en verde oscuro y otras pequeñas y jóvenes en verde más claro. Rosas, pensamientos, margaritas y lilas se desparramaban en un ramo que cobraba vida cuando ella se movía hacia un lado y otro para admirarlo mejor. Sonreía feliz, sabiéndose hermosa y deseada como nunca.

El orgullo posesivo de él no tenía límite. Eran su mujer y su obra. El la había hecho suya de una manera que nunca más podría igualar nadie. Era su marca en la piel de ella y más profundo. Era perfecto.

Con excitación creciente, tomó su mano, dejó el espejo pequeño apoyado en el vanitory y la guió a la pieza.

Se sentó en la cama, mirándola de frente. Los pechos de ella, con pezones prietos, subían y bajaban al compás de su respiración. Toda ella expectante, lista para lo que él quisiera.

Soltó su mano y le desprendió en botón del pantalón de jean. Se lo bajó suavemente, revelando una tanga blanca de finas tiritas. El pantalón cayó al suelo. Ella estaba descalza ya, y casi desnuda.

La dió vuelta y la tomó por las nalgas, apretando. Ella gimió. Temblaba de deseo. Su olor a hembra se dejaba sentir, inundó la habitación y embriagó a los dos.

La tanga siguió el mismo camino que el pantalón: inútiles ambos, quedaron olvidados en la alfombra hasta mucho tiempo después.

Fue una larga y calurosa tarde de verano.

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