miércoles, 14 de julio de 2010

12-Marlboro y un beldent de mentol

La Doctora Anabella Quiroga pensó en ese momento que las rutinas acaban por aburrir. O quizás, sólo acaban. “Marlboro box y un beldent de mentol. Marlboro box y un beldent de mentol”. La doctora no se imaginaba que fumar podía darle tanto placer.

De todas formas, recordaba perfectamente cómo había terminado allí, acostada sobre el mostrador, junto al joven que todos los días atendía el kiosco. Ese con el que existía cierta complicidad silenciosa. Aunque esos recuerdos eran sólo un remolino de ideas que se mezclaban con frases del tipo “cogeme hijo de puta”, “reventame” “Dejame chupártela”.

Miradas a veces inocentes y a veces lascivas se repetían cada vez los cigarrillos y los chicles pasaban de una mano a la otra. Ella dejaba tímidamente que sus dedos largos recibieran la compra. Él dejaba intencionadamente que las uñas de ella se clavaran suavemente cuando el dinero –siempre justo- llegaba a su palma.

Hasta que la rutina cambió el día que ella salió más tarde del estudio. Los tacos de ella repiquetearon sobre la vereda y se detuvieron al ver al muchacho con la persiana baja y a punto de cerrar el candado. Sin mediar palabra, él aceptó reabrir la pequeña puerta metálica para atender a su mejor clienta.

Pero la soledad cambió todo. No es lo mismo comprar a plena luz del día, que hacerlo a contraluz. Porque cuando las uñas de ella rozaron la mano del chico, él dejó caer los billetes y apretó por sorpresa los largos dedos de la profesional. Mirada lasciva. Mirada deseosa. Ambos se clavaron los ojos y se unieron en un beso. La Doctora Anabella Quiroga se dejó hacer. El hombre comenzó a arrancarle la apariencia de mujer formal y seria, mientras la camisa caía, el pelo recogido se soltaba, la pollera bajaba, y los zapatos de la mujer volaban a un lugar y otro del maxikiosco. El hombre tiró todo lo que había sobre el enorme mostrador, y la depositó sobre él. Parado a un costado, comenzó a comerle la boca… el cuello… y a degustar cada parte del cuerpo como si ella fuera un gran plato. La lengua bajó por los pechos, jugó con los pezones, mordisqueándolos suavemente, y luego bajó entre los pechos hasta llegar al límite del pubis. La doctora se limitaba a gemir, y tomar fuerte con ambas manos el pelo del pendejo. Enredar los dedos allí. Tirar de ellos cuando los labios recorrían por las partes más sensibles de su piel.

El, parado a su lado y aún vestido, continuaba lentamente su recorrido, mientras la despojaba de las pocas ropas que aún le quedaban, y pasaba sus enormes manos por sus piernas, por sus pies, por su cuello.

Fue de pronto cuando él se decidió a jugar aún más sobre el deseo de ella. Ella, que seguía susurrando, gimiendo y gozando, sintió sus muñecas atrapadas sobre su cabeza, y luego las vió amarradas con su propia camisa a un poste del mostrador.

El sólo la miró. Ella le mantuvo la mirada, desafiante. Sonriente. Iluminada. Lo vió desnudarse. Sintió tremendas ganas de besar su cuerpo. De atraerlo a ella. Pero él disfrutaba, como si conociera todos esos deseos. Seguramente los conocía. Y no dejó de mirarla silenciosamente a los ojos, mientras tomaba del mostrador un chupetín bolita y lo desenvolvía lentamente frente a los ojos de la abogada. Luego lo acercó a la boca de ella, que lo engullió y lamió desesperadamente. Él fue recorriendo con el chupetín su cuello, al tiempo que lamía el dulce camino de caramelo. Llevó el chupetín hacia los pezones… lo apoyó y levantó varias veces, para luego lamer deseosamente el dulce de cada uno de ellos. La doctora Anabella Quiroga se dejaba hacer, retorciendo sus muñecas atadas, susurrando insultos, estirando sus piernas y exigiendo más.

Mientras, el chupetín volvió a sus labios un momento, y ya húmedo lo vió dirigirse directamente a su entrepierna. También húmeda.

Allí, la bolita endulzó sus labios y jugó sobre su clítoris, girando pegajosamente sobre él. Al instante, el chupetín volvía a su boca y era reemplazado por la lengua del joven, que lamía ese sabor cobrizo y dulcemente oscuro. Ella no paraba de gemir. De desear. De contorsionarse. Y enseguida, nuevamente el chupetín llegaba a su entrepierna. La bolita dulce la penetraba, y entraba y salía de su raja. Ese entrar y salir, junto con la aspereza de una lengua que dibujaba sobre sus clítoris, comenzó a hacer convulsionar a la Doctora. Y justo en ese convulsionar, tanto el dulce como la lengua se alejaron. Se fueron, a pesar de que ella los buscó desesperadamente, estirando las piernas, levantando el abdomen. Sólo se encontró con la mirada del vendedor. Y lo puteó. Le exigió, mientras él sonriente se fue quitando el pantalón y el boxer, para dejar a la luz un falo tremendamente erecto frente a sus ojos. Por un lado, ella deseó comerlo allí mismo. Pero por otro…

Se alegró, cuando él se colocó sobre el mostrador… la desató… y tomándola de las piernas la penetró de una sola estocada hasta el fondo de su vientre. La doctora dejó escapar un grito al tiempo que se agarraba de esos hombros. Los clavaba, los apretaba contra ella. Penetraba la boca con la suya. Y todo ese falo salía y volvía a entrar por completo, a todo lo largo y ancho de su sexo. Pornográficamente. Una y otra y otra vez, hasta que entre gritos, ella cayó sobre el mostrador… y temblando en duermevela, agradeció tener cerca un atado de cigarrillos.

1 comentario:

  1. Uhh, es un deja vu.
    Me hace acordar cuando trabajaba en un comercio, cerraba la persiana y entraba alguna chica.
    Que tiempos aquellos!

    Muy lindo cuento

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